Con un apego persistente por su Santiago fantasma, dejándose llevar por la inercia de la memoria y por la gravedad objetiva del afuera, iluminando sus experiencias con fragmentos de filosofía, Rodrigo ha cruzado en este libro la frontera de la crónica urbana. Lo que nos plantea es una indagación sin término, en la cual la ciudad misma naturalmente, sin mayores esfuerzos se imanta de conexiones simbólicas sorpresivamente manifestadas en la apariencia de las cosas. Es la ciudad de la infancia, la de los suburbios, la ciudad fabril del siglo XX profundo, y también, al mismo tiempo, el espacio inconsciente donde los subterráneos se prolongan en túneles, las calles nocturnas no se sabe a dónde llevan y las viejas construcciones se sostienen apenas en las grietas de sucesivos terremotos. Recordé, mientras leía Fábricas, lugares olvido, el Buenos Aires especulativo de Héctor Libertella y el Londres amarillento y brumoso de tantos relatos decimonónicos. Menciono igualmente a Eliot y su noción de las ciudades irreales: suspendidas, ingrávidas, tan ubicuas como la del famoso poema de Kavafis. Los paisajes que son la fijación del autor, las antiguas industrias, los caminos polvorientos, las calles de regreso del colegio, el comienzo del campo junto a las últimas construcciones, son emocionalmente reconocibles para todo el mundo. Es una alegría el hecho de que la ciudad en que nos criamos tenga ahora este nuevo correlato, esta dimensión anexa en la que podemos corroborar nuestros propios sueños.
Con un apego persistente por su Santiago fantasma, dejándose llevar por la inercia de la memoria y por la gravedad objetiva del afuera, iluminando sus experiencias con fragmentos de filosofía, Rodrigo ha cruzado en este libro la frontera de la crónica urbana. Lo que nos plantea es una indagación sin término, en la cual la ciudad misma naturalmente, sin mayores esfuerzos se imanta de conexiones simbólicas sorpresivamente manifestadas en ....