Botero, como muchos otros latinoamericanos esperanzados, viajó a Nueva York para poner en práctica su recién adquirido título universitario en periodismo, y descubrió allí que su propia experiencia era la fuente más valiosa para ponerlo en marcha. Claro que, también como tantos otros latinoamericanos esperanzados, no fue su carrera lo que le permitió encontrar su lugar en la dinámica pero sufrida sociedad de la Gran Manzana: repartidor de comida en bicicleta, dependiente de una tienda de bollería o empleado de un hotel de categoría media, el autor padeció los cambiantes vaivenes que acechan a los indocumentados que llegan a diario a la ciudad más famosa del mundo.Pero la mirada de Botero, aunque certera al retratar la injusticia y la dificultad de la experiencia migratoria -la suya y la de muchos de sus compatriotas colombianos- no se regodea en el malestar y la mera denuncia, y sorprende por su manera de recoger la parte de disfrute y descubrimiento que ella también significa. Y la transforma de manera vívida, entusiasta y analítica al mismo tiempo, en tres libros de crónicas que hoy equidistancias resume en este Anónimo neoyorquino, y que el lector también sabrá paladear en estas páginas.