Por las noches, en la oscuridad rumorosa del recinto, al conciliar el sueño solía soñarse en el mar sobre la negra y cóncava nave. Alzaba la mirada: la bruma velando las estrellas del cielo. Sentía creía sentir el rolar y el cabeceo sosegados sobre las aguas calmas, el liviano chapoteo en la proa que las corta, mirando el vacío de la noche oscura y apacible, con aromas a sal, moho y alquitrán, agobiado por la sensación, más bien la idea, de que quería retornar a un lugar donde encontraría las certezas que este presente suspendido le negaba; su hogar tal vez. Trató de recordar dónde es o era, su paisaje, su luz, su olor siquiera, la imagen de alguien que lo espere allí, una mujer, los hijos, un perro. Pero no lo consiguió. Y otra vez la voz de su mente le dijo: «No hay retorno a Ítaca».
Escrito con prescindencia de la continuidad del tiempo marcado por los calendarios, el libro trata de una búsqueda de eso que pudiera ser el punto de arribo del hombre de huesos cansados que vive en tantos años las desventuras de lo que suele llamarse el destino, y que no es otro que la paz del corazón.